domingo, 18 de septiembre de 2016

Nuestros niños, ¿son buenos y se portan bien porque (y cuando) los observamos?

Hace unos días vi cómo dos niños de diez años se gritaban. Lo hacían con saña. No llegaron a las manos. Pero les faltó poco. Si la discusión hubiera sucedido en otro lugar, seguramente hubieran acabado pegándose no sólo con las palabras.



Después de conversar con los protagonistas (y los espectadores) del incidente, llegué a la desoladora conclusión de que para bastantes de ellos el principal motivo para no pelearse era evitar una reprimenda o un castigo de sus padres y profesores.



El día de mañana -pregunté- ¿sólo conduciréis bien cuando el helicóptero de la Guardia Civil de Tráfico sobrevuele vuestro coche?... Si estuvierais seguros de que vuestros padres nunca lo sabrán, ¿cuántas cosas que no hacéis sí haríais? ¿y al revés? ¿cuántas que hacéis dejaríais de hacer? Es la moral del ojo que todo lo ve… Soy “bueno” porque (y cuando) me observan.



Hace unos días vi cómo en un grupo cuatro de sus integrantes excluían a otro compañero. Todo empezó cuando nadie le quiso prestar el sacapuntas. ¿Por qué?, pregunté. El que más desparpajo tenía me respondió: Preferimos a Fulanito en nuestro grupo... Si algo tienen los niños a estas edades es que son sinceros, a veces “cruelmente” sinceros. ¿Cosas de niños? Sí. Y de adultos.


Hace unos días vi cómo alguna de esas flamantes y recién estrenadas mochilas -por olvido de su jovencito dueño- era abandonada en la esquina de un patio. ¿No te das cuenta del dinero que nos han costado tus materiales? ¿Piensas que nos los regalan? Era la airada riña de una madre a su “olvidadizo” hijo. Cuando no sea la mochila, será una prenda del uniforme o un libro de texto o la Agenda o la ropa de las actividades extraescolares o…



En realidad, es la irresponsabilidad, que se camufla en "olvidos" sucesivos. Según el curso se vaya abriendo camino, no será extraño que algunos niños se “enemisten” con la verdad para defenderse de las más “incómodas” consecuencias de sus “olvidos”, esto es, de su falta de responsabilidad... Pero hay que advertir que nuestros niños a estas edades no "olvidan" porque sean pequeños, sino porque prefieren permanecer cómodamente apoltronados en la arresponsabilidad.



Por eso, habrá correcciones de ejercicios que no llegarán a casa. Y anotaciones de clase en la Agenda Escolar que los padres veamos sólo a destiempo. Y cuadernos que nunca se guarden en la mochila para acabar en casa lo que la distracción y el juegueteo no permitió terminar en clase… La tentación será fabricar excusas para defenderse. Las culpas siempre tenderán a ser de otros: padres, profesores, compañeros…


***


Todo lo anterior no son meras anécdotas de la vida colegial de nuestros niños. Una golondrina no hace primavera, dice el refrán. Pero, bien vistas, tomadas en su conjunto, este tipo de anécdotas pueden ser indicios éticos, es decir, marcadores de una incipiente forma de ser, de un naciente estilo de vida.

Eres lo que haces. Acabas siendo el producto de tus hábitos, de tus más consolidados comportamientos. De ahí la enorme importancia de la educación ética de nuestros niños.



No es la primera vez que escribo de este asunto. Hace un año, le dediqué una entrada a propósito de un desgraciado suceso que mediáticamente conmovió a gran parte de las sociedades occidentales (y que luego se ha seguido repitiendo aunque ya no fuera noticia).

La educación ética que queremos para nuestros niños no aspira sólo -ni principalmente- a favorecer en ellos esa suerte de “buenismo” que los hace ocasionalmente solidarios, sino también -y más que nada- aspira a que lleguen a ser especialmente selectos con sus habituales y cotidianas maneras de desenvolverse en la vida, en las cuales, como a fuego lento, va “conciéndose” lo que ya son y acabarán siendo.



Así, pues, ¿que más meter en la mochila “inmortal” que nuestros niños llevarán al colegio este año? A los dos “aprendizajes oblicuos” (querer y poder salir de la zona confort y disfrutar de apetitos intelectuales) que señalé en el anterior post, añado un tercero: tener sentido ético de la vida.


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Sin “temor de Dios”, ¿es posible una ética entre los hombres? Se lo dijo el fiero cíclope Polifemo a Ulises antes de ponerlo a pique de la muerte: Si te perdono no será por miedo a Zeus, sino porque mi corazón me lo dicte.



Claro, la clave del asunto está en que el corazón dicte hacer el bien. Para ello, hay que educar el corazón; de lo contrario, la alternativa es portarse “bien” porque (y cuando) alguien nos observa. Es la moral del “ojo que todo lo ve”.

Pero cimentar en el temor toda una manera de ser, es decir, de comportarse, no es aconsejable. En cierto modo, el arte de la educación ética radica en hacer que lo bueno sea apetecido, entendido y querido.


Volviendo al anecdotario de la vida escolar de nuestros niños, ¿por qué unos excluyen a otro en un trabajo de grupo en el aula y en sus juegos en el patio? Más allá de las volátiles simpatías y antipatías personales, ¿por qué lo hacen? ¿Y por qué, también en última instancia, unos niños se acostumbran a "trampear" con la verdad y con la responsabilidad?

Quizás porque hasta el momento no les hayamos enseñado -primero- que cada persona es un “grito” y -segundo- que la vida de los hombres está sin hacer y que no hacer nada con ella y no aspirar a hacer lo mejor con la vida, es una muy efectiva manera de ser algo en ella.


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Ver en cada individuo un “grito" puede ser el arranque de una ética establecida más acá y más allá del “temor de Dios”, del portarse “bien” porque (y cuando) alguien nos observa. Para esto se requiere primero haber hecho algo así como “arqueología” de uno mismo y haberse sorprendido a sí mismo “gritando”, y segundo haber mirado a los demás y haber constatado que ellos también “gritan”. A veces el orden podrá ser al revés. Viendo el “grito” de otros, uno se reconoce en ellos y se descubre de su mismo “linaje”: de los vitalmente "necesitados".



El grito, el famoso cuadro de Munch, es la imagen cabal de este “griterío”. En primer término hay un hombre que grita. Al fondo, en segundo término hay una pareja que pasea ajena a este hombre que "grita". Ellos no “gritan”; más bien, conversan. Quizás “gritaron” antes y por eso ahora comparten la conversación mientras el mar, a la vera, se aclara y hermosea.


La clave para emprender esta ética -establecida más acá y más allá de cualquier “temor de Dios”- en la que educar a nuestros niños pasa porque aquellos dos hombres que amigablemente conversan y pasean vean el “grito” de éste que está solo, y además decidan acercarse a él para socorrerlo. Será más probable que así suceda si aquellos, como el hombre que “grita”, tienen experiencia propia de lo dura que la vida a veces puede llegar a ser.


El “grito” es: primero, expresión del miedo y de la angustia; segundo, enérgica petición de auxilio; tercero, el principio de una ética, es decir, de un modo de ser que se logra mediante una certera manera de hacer.

El logro del hombre (que "grita") no está, al menos inicialmente, en sus propias manos, sino que inicialmente depende de que los otros salgan a su encuentro (al ver su “grito”). La realización personal comienza siendo tarea colectiva y no solitariamente individual. Rescato, otra vez, el parecer de Buber y Vygotski. El yo deviene del tú, del nosotros.



Regresando a las aulas, el reto educativo, a la hora de que nuestros niños desarrollen un sentido ético de la vida, pasa por enseñarles a ver el “grito” del compañero que se sienta a su lado, por ser sensibles a él, por dejarse conmover por su “grito”, y al tiempo a ser conscientes del “grito” propio.

Se trata de hacerles ver la doble condición de cada hombre, a la vez “grito” y “nereida”: miedo y salvación. La diosa Ino, la que ofreció a Ulises la “mochila inmortal”, era una nereida.



Ulises no nació siendo héroe. Se hizo héroe gracias a su tenaz insistencia en regresar a Ítaca. De no haberse comportado como lo hizo, hubiera sido como cualquier otro mortal. Uno de tantos. Tampoco Aquiles nació siendo héroe. Como Ulises, se hizo héroe. Decidió salir de la seguridad del gineceo y exponerse a la vida.


De nacimiento uno no es demasiado. Lo que uno trae a la vida difícilmente es bastante para sentirse irrevocablemente abocado a ningún destino concreto que esté de antemano escrito en el “cielo” como los astrólogos antiguos creían. Además de lo que se trae de nacimiento, uno es, más que nada, lo que hace, desde niño, con aquello que trae. En este sentido, a los padres y educadores nos toca:


Primero, en cuestión de responsabilidad no tener a nuestros niños más “subvencionados” de la cuenta: es preciso el coraje de confrontarlos con las consecuencias de sus actos y no consentir que crezcan sin advertir que su comportamiento raramente es inocuo para ellos y para los demás.


Segundo, tener el arte de cultivar en ellos selectos apetitos y escogidas aficiones que sean motivaciones endógenas que los insten a aspirar a lo bueno, a lo mejor, a lo excelente, por ello mismo y por ellos mismos, y no a causa de cualquier clase “temor” (moral del “ojo que todo lo ve”) ni de cualquier clase de “premio” que sea distinto de la intransferible satisfacción que se desprende del intento, del ensayo, de la tarea.

Tercero, aspirar a la ejemplaridad, porque casi nada de estas trascendentes cosas entra en el “corazón” de nuestros niños si no es por “succión” afectiva, por inconsciente imitación, por admiración que nace de la percepción del afecto.

Leer la primera parte El principio de curso: La operación mochila (y 1)

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