lunes, 17 de octubre de 2016

La adolescencia adelantada. Niños disfrazados de adolescentes.

Cada vez antes, los niños a partir de los 11 y 12 años se ven socialmente inducidos, casi obligados, a ser los adolescentes que todavía no son.


Hasta no hace mucho el paso de la infancia a la adolescencia era un tránsito más tardío al que los psicólogos llamaban preadolescencia.

Pero, de un tiempo a esta parte, este paso se ha convertido en un salto abrupto, precipitado y forzado.


Los niños, más que hacerse adolescentes, se disfrazan de adolescentes, tratando de vivir una vida que no les permite agotar, hasta consumir sus últimos sorbos, la tardo niñez.

Madurativamente, esto les empieza a ocurrir en el momento en el que el aprendizaje por imitación ya no es la única ni la más deseable manera de seguir aprendiendo de que sus cerebros disponen.

Con frecuencia les puede ocurrir que la biología, propiciando un nuevo estadio de la madurez de su cerebro, ponga más de su parte que sus padres y educadores para que estos niños no se vuelvan unos "adolescentes adelantados".

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Los chimpancés son muy buenos imitadores. Copiándose unos de otros aprenden la mejor manera de escalar a los árboles, de pelar la fruta, de desparasitarse...

Son tan buenos imitadores que en cautividad incluso pueden llegar a manejar las mismas herramientas (martillos, destornilladores, palancas, poleas…) que sus cuidadores cuando trabajan ante ellos.


Y también el ser humano es un experto imitador. Por ejemplo, por imitación el bebé aprende a partir de las diez semanas nada menos que a sonreír, y de los doce meses a articular esos sonidos que acabarán siendo las palabras del primero de los idioma que hable…


Por imitación el ser humano aprende desde las conductas más simples hasta las más complejas, ya sea subir una escalera o cepillarse los dientes o practicar un deporte o usar los cubiertos para comer o portarse correctamente en el cine o interactuar cooperativamente en un grupo o cantar o bailar...

La convivencia y el juego es la gran ocasión del niño para aprender, mediante la imitación de sus iguales, muchas de estas convenientes destrezas.



Imitando el ser humano aprende no sólo a "hacer" sino también a "ser".

Y es que las personas, en todo cuanto hacen y dejan de hacer, desde pequeños, exhiben de continuo, a menudo sin pretenderlo, sus actitudes y sus creencias. Y los demás, imitando, las aprenden.

El carácter de niño, su personalidad, tiene bastante de imitación.

Por eso, cuando Juanito se relaciona con Pepito, luego trata de hacer en casa -con sus padres- lo mismo que ha observado que Pepito hace con los suyos en el parque: llorar lastimeramente para salirse con la suya en lo que es el esbozo de un formidable chantaje afectivo.
Y cuando se relaciona con Pedrito, después Juanito intenta repetir lo que ha visto que éste hace para sortear el “no” que un adulto enfrenta a sus caprichos: llorar bravucona y colericamente en lo que apunta las maneras de un deficiente sentido de la autoridad.


Juanito observa y repite. Si alguna de las dos estrategias aprendidas de sus amigos Pepito y Pedrito le resulta exitosa en casa con sus padres y sus hermanos o en el colegio con sus profesores y sus compañeros, Juanito la hará suya.


Es decir, la incorporará a su repertorio de conductas habituales y puede que sobre la base de su temperamento acabe siendo una característica de su incipiente personalidad, dependiendo de que sus adultos, los que más impacto afectivo tengan en él, se lo favorezcan o no.


Pero hay algo importante. Juanito observa y repite -la más de las veces- sin darse cuenta de que efectivamente observa y repite.

Es un mirar y un imitar más allá de su consciencia y desprovisto de alguna explícita intención.

Juanito aprende sin él quererlo. Y puede que sin quererlo sus padres. Pero lo cierto es que aprende y que así su personalidad se va cuajando y sus valores y su mentalidad se van fundando.

Es aquí donde radica el riesgo inevitable que la imitación conlleva como procedimiento humano de aprendizaje.
Juanito involuntariamente podría empezar a ser de cualquier "indeterminada" manera, dependiendo en mucho de cuáles sean los modelos de su derredor y del “impacto educativo” de sus adultos en la concreta “metabolización” de tales influencias.
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Como el del chimpancés, el cerebro del niño está programado para imitar. No obstante, entre la imitación que practica el chimpancés y el niño hay una crucial diferencia.

Para el niño la imitación es solución transitoria; para el chimpancés, definitiva.


El cerebro del mono “casi” no tiene más estrategia de aprendizaje que la imitación. Por contra, el del niño, cuando alcanza su pleno desarrollo, cuenta con otros mecanismos de aprendizaje más sofisticados y exclusivos.

Pero, entre tanto llega esta madurez, el niño se encuentra en una "situación crítica" que le durará años, en la que es capaz de aprender cualquier cosas, con escaso sentido crítico para discernir acerca de su bondad y conveniencia:


Por un lado, está la enorme urgencia de tener que aprender una ingente cantidad de cosas.
Salvo el funcionamiento de sus órganos vitales, que viene admirablemente programado de “fábrica”, el niño tiene que aprender prácticamente todo lo demás, que es muchísimo.
Así es como empieza en el marco de la educación no reglada el interminable proceso de convertirse en persona.


Por otro lado, está la llamativa inmadurez -al nacer- de su sistema nervioso central.
Ciertas áreas del cerebro, que son determinantes para su normal progreso cognitivo, principalmente la corteza frontal, no lograrán su madurez hasta bien pasada la adolescencia.
Una vez más, la vida sale al paso de sí misma. La indisponibilidad de sus más "inteligentes" capacidades de aprendizaje es compensada por el cerebro con su nativa predisposición a imitar, a copiar, de cuanto lo rodea.

La solución es buena. Pero tiene sus riesgos.

El niño, especialmente el adolescente, puede imitar cualquier actitud y conducta, y hacerla suya. Y si no, que le pregunten, por ejemplo, a los padres de Luisita.


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Luisita tiene edad de ser niña. Anda por los últimos cursos de Educación Primaria. Pero sus maneras empiezan a evocar más las de una adolescente que las de una niña.
Si nos atenemos a Piaget, por recurrir a un clásico, su inteligencia todavía está en la fase de las operaciones concretas:
Su razonamiento comienza a ser fluidamente lógico: cada vez le cuesta menos la resolución de problemas aplicando comprensivamente la operación matemática correspondiente a cada situación. Pero siempre necesita partir de premisas concretas, porque su capacidad de abstracción es limitada:
Luisita todavía no sabe “pensar sobre pensar”. Es incapaz de hacer “metacognición”, que decía Piaget. Por eso, en Matemáticas no saltará fácilmente de la aritmética al álgebra ni en Lengua se sentirá cómoda en la sintaxis de los textos.

Es decir, que Luisita a la hora de pensar discurre como la niña de once años que es.

Sin embargo, en otros aspectos Luisita parece haber pasado a la etapa madurativa siguiente. Amaga con convertirse en una adolescente adelantada.


Sociológicamente, Luisita ha empezado a ser adolescente. En casa y en el colegio, se han dado cuenta.

Luisita tiene expresiones casi adolescentes, intereses casi adolescentes, gustos casi adolescentes…

En todo esto hay mucho de impostura. Mucho de artificial.

Dora -el personaje infantil- finalmente creció; pero demasiado rápido; inducida por las prisas que el ambiente social le insufla y sin haber agotado su niñez hasta el final.

Luisita es una teen. Una de esas niñas que han empezado a consumir su futuro inmediato antes de tiempo, quemando la placidez de la tardoinfancia en aras de una precocidad que no es madurez, sino todo lo contrario: una “adolescencia adelantada”.

Sí, es el riesgo de la imitación, la cual, a partir de cierta edad, no vale como única estrategia de aprendizaje social.

Luisita no tiene ganas de madurar, esto es, de ser más responsable de sus cosas, más coherente en su comportamiento, más autónoma en la asunción de sus obligaciones, más crítica con lo que los demás hacen, dicen y piensan…


Al contrario, Luisita sólo tiene ansias de ser “grande”, de que la dejen asumir un estilo de vida que observa a su alrededor (físico y virtual) y que tanto le fascina.



Luisita es una persona inmadura con cuerpo de niña y con necesidades de incipientes adolescente demasiado pronto incrustadas en un sistema de pensamiento, el cual todavía no está incompletamente logrado. Luisita es una niña disfrazada de adolescente.


Todo esto, más que un desarreglo personal, es un desorden social; o mejor, es un desarreglo del crecimiento como consecuencia de un desorden social.

Es la sociedad -las familias y escuelas no quedan excluidas- la que está induciendo a que la niñez de las actuales generaciones se acabe antes que antes.


Algo de esto siempre ha existido. Los niños siempre han tenido prisas en hacerse mayores. Pero esta urgencia, hasta no hace mucho, no se apreciaba por lo general en edades tan tempranas.

Y, además, esta disociación, ahora tan llamativa, entre hacerse "grande" y hacerse maduro no era tan llamativa como ahora parece.

Antes, no es nostalgia sino buena memoria, los niños por lo general no tardaban tanto en madurar.

Otra diferencia es que estos abruptos adolescentes, al vivir “hiperconectados”, reciben la influencia de la sociedad, de lo que antes era la "calle", con una facilidad y una falta de control que antes no eran común.


En la “pantalla” encuentran personajes, relatos, juegos, canciones, modas, series, relaciones... que hacen de ellos unos adolescentes adelantados.

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Hace años el neurólogo francés J. J. Lhermitte demostró que los adultos con la corteza frontal dañada son unos imitadores irreflexivos que tienden a la excesiva y acrítica repetición de la actuación ajena, igual que si fuesen niños y adolescentes.


Una de las conclusiones de Lhermitte fue que el individuo, mientras esta área del cerebro tenga un funcionamiento irregular o inmaduro, experimentará muchas dificultades para no ser un irreflexivo imitador de la conducta de los otros, que es lo característico de los niños y los adolescentes.


Si se observa, entre el cerebro de un niño y el de un joven adulto hay una llamativa diferencia en el aspecto de sus lóbulos frontales, lo cual es consecuencia:
Primero, del incremento de la densidad sináptica. Hasta poco se pensaba que, concluida la “gran poda” neuronal en los primeros años de vida del niño, la densidad sináptica se mantenía constante de por vida en todas las regiones del cerebro. 

Pero los neurólogos Huttenlocher, Sowell y Thompson han demostrado: De una parte, que la proliferación de sinapsis en los lóbulos frontales persiste hasta pasada la pubertad.
Lo cual quiere decir que esta área del cerebro ha seguido “creciendo” durante la infancia y la niñez. Y de otra, que en el cerebro del adolescente se produce otra “gran poda” sináptica, si bien no tan abrupta como la de los primeros años.
El cerebro hace algo así como una “limpieza general” y aplica su criterio de economía funcional: lo que no se usa, no se conserva.

Segundo, del blanqueamiento de los lóbulos frontales. En la infancia y la niñez estas regiones son dominantemente grisáceas; luego, a partir de la adolescencia y la juventud, blanquecinas.
Esto ocurre porque los axones (de color grisáceo) de las neuronas de estos lóbulos se recubren de mielina (de color blanquecino), que es una especie de aislante que incrementa la velocidad de transmisión de los impulsos eléctricos entre ellas.
Este “blanqueamiento” de los lóbulos frontales es nuestra gran oportunidad, como padres y educadores, para rectificar, en especial cuando el niño se convierte en un abrupto y adelantado adolescente, los riesgos que conlleva el aprendizaje por imitación.

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Es a raíz de este proceso de “blanqueamiento” de los lóbulos frontales cuando:
Primero, el impulsivo niño de diez y once años suele experimentar un salto en su proceso madurativo.
No deja de ser niño pero empieza a tener mayor autocontrol de su espontaneidad, anticipando las previsibles consecuencias de su comportamiento; y también mayor disposición a focalizar y mantener la atención.
¿No resulta paradójico que, precisamente cuando su cerebro comienza a lograr estos hitos de madurez, sea cuando el niño de ahora se vuelva adolescente adelantado?
Segundo, los adultos han de hacerle ejercitar la creciente capacidad para inhibir y discriminar su conducta, fecundando de mayor “inteligencia” su innata habilidad para imitar; es decir, propiciando mayor “autoconciencia” y “sentido crítico”.
Tercero, los adultos deben promover -instándole a hacer “gimnasia” con sus lóbulos frontales- el desarrollo de su propia personalidad: de su subjetividad, de su originalidad personal, de sus “hambres” esenciales, de sus "aficiones" principales… Es decir, todo lo contrario de ese aborregamiento social que lo hace igual a sus compañeros.
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Los padres no podemos siempre sustraer a nuestros hijos de toda influencia que nos desagrada.

Pero sí podemos “impactar educativamente” en su innato “metabolismo imitador”, no cejando en el esfuerzo de hacerlos pensar críticamente acerca de cuanto “observan” a su alrededor, antes de que lo imiten, lo interioricen, lo hagan suyo.

Se trata de pedirles "razón" de su comportamiento; haciéndoles ver que, a menudo, no hay más razón que la acrítica imitación de la "gente".

Una vez más el ejemplo propio, que ellos nos adviertan distintos, fuera del estándar social, es mucho. Será un excelente aprendizaje por imitación.

3 comentarios:

  1. Buenos dias,
    muy interesante el articulo.
    Saludos.

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  2. Me gusta el planteamiento; es relevante.
    Lo acabo de tuitear.
    Saludos cordiales,
    @JFCalderero

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  3. Muy bueno el articulo. Util tanto para padres como educadores. Cuanta mayor informacion haya mejor desempeño tanto de unos como otros habra. Muchas gracias

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