domingo, 23 de noviembre de 2014

De "biombos" y "campanas de cristal". La sobreprotección de los hijos.




Sobreproteger a nuestros hijos es malo, educativamente inconveniente. Sin embargo, los padres a menudo lo hacemos. Unas veces porque los hijos son caprichosos, tanto como aquella flor que pidió al Principito que la protegiera ¡hasta del aire! primero con un biombo y luego con una campana de cristal. Otras veces porque los padres apresuradamente nos adelantamos a ofrecer tales “biombos” y "campanas de cristal" a los hijos, les hagan o no falta.
 

Así les acabamos creando una incipiente debilidad en donde antes, casi siempre, había entereza e ingenio resolutivo suficientes para solventar sus problemas, si bien a la espera de un oportuno estímulo que los avivara.


Sea como fuere -bien a demanda de los hijos; bien a instancia de los padres- lo cierto es que los alumnos en ocasiones crecen no con una saludable y precisa protección que indiscutiblemente les ayuda a sentirse seguros de sí mismos y saberse capaces de afrontar los retos y las dificultades del día a día; sino con una indebida e inconvenientemente sobreprotección que suele hacer que en su quehacer doméstico y escolar se comporten faltos de asertividad y de autonomía personal.


Si El Principito decía de los mayores que lo confunden y lo mezclan todo… De los padres quizás se pueda decir que, sin quererlo y sin darse cuenta, al menos en determinadas circunstancias, confundimos y mezclamos:



La indispensable protección de los hijos (que a la larga deviene en resiliencia personal y en optimismo vital) con la poco deseable sobreprotección (que los hace individuos inseguros y excesivamente dependientes de sus padres y de los adultos que en el colegio desempeñan sus veces).


En los padres, más poderoso que el propio instinto de conservación, es el de protección de los hijos. Nada duele tanto como un hijo. Y nada alerta y tensa tanto a los padres, nada nos enerva tanto la amígdala del cerebro, como ver o prever, como sentir o presentir, que a los hijos les acecha algún tipo de peligro o de sombra de peligro.



De ese "temor", de ese "pellizco", suele nacer este equívoco entre protección y sobreprotección, que puede inducir a los padres a pensar que todos los "peligros" posibles o reales en la vida de nuestros hijos son igualmente amenazantes.



Cuando esta confusión entre protección y sobreprotección afecta a ese ímpetu (biótico, instintivo, afectivo, ético, existencial) que determina a los padres a querer con inquebrantable voluntad que los hijos tengan más y más vida; que desde pequeños estén encaminados a la excelencia, que no es solo el logro de un buen expediente académico, sino el ambicioso propósito de que cada persona llegue a ser la mejor versión posible de sí en todas las dimensiones (afectiva, ética, intelectual, profesional, social...) de su poliédrica persona…


Cuando esta confusión entre protección y sobreprotección, decía arriba, afecta a ese irrefrenable ímpetu que mueve a los padres, entonces lejos de conseguir que nuestros hijos sean esas personas cada vez más capaces de enfrentarse a la vida por sí mismos, se logra justo lo contrario:





Que necesiten más de lo debido la "ortopedia", la "prótesis", el "bastón", la "muleta", el "andador", el "asidero"… hoy de los padres y de los educadores, y mañana, siendo ya adultos, de los demás, con los que quizás tiendan a medirse y a relacionarse asimétricamente, a causa de su inseguridad.



Puestos a comparar con imágenes, más que la "ortopedia" de los hijos, los padres debemos ser el "suelo firmísimo" en donde sus raíces se hundan profundamente, y en donde encuentren los "nutrientes" para crecer como personas sanas y fuertes.

Nuestros hijos tienen que sentirse (¡no solo saberse!) incondicionalmente queridos por sus padres. Así, una vez establecido este "suelo firmísimo", el de la seguridad sabida y sentida de sus padres (y de sus educadores), los niños crecerán por lo general sin demanda de "biombos" y de "campanas de cristal".


Este "suelo firmísimo" (que es la incondicionalidad de los padres) sirve para que nuestros hijos echen raíces en la vida y así se yergan enhiestos buscando la luz del sol, y entrelacen sus ramas con las de otros árboles, aunque sin confundirse con ellos en un boscoso anonimato.


En cambio, este "suelo firmísimo" no debe servir para que nuestros hijos crezcan como cultivados en un "invernadero", respirando la atmósfera artificial de los plásticos...


Por ejemplo, la vida en el Colegio, aunque no deja de ser una vida confeccionada a la medida justa de su edad, no debe desarrollarse en la ausencia total de "problemas". Sería una ficción. A los niños les viene bien la dificultad, si es administrada en la dosis adecuada, para madurar.

Escribía John Dewey que la vida es resolver problemas, unos tras otros, hasta llegar a la conciencia del "problema", que es la vida.



Los padres hacemos bien estando al tanto de los problemas escolares de los hijos. Por el contrario, hacemos mal cuando desde casa o bien les ponemos a los hijos la protección de los "biombos" y de las "campanas de cristal" para que en el colegio ni el aire los roce; o bien les pedimos a sus educadores que se los pongan ellos.


En un colegio que se precie, los alumnos no solo "amueblan" sus cabezas, sino que, mucho más, en continuidad a lo pretendido y realizado en casa, también se hacen personas. Son los "otros aprendizajes". Esos aprendizajes que se dan durante la clase o durante el cambio de clase, mientras la estancia en el aula o mientras juegan en el recreo...



Igual que un padre no puede sustituir a su hijo en el aprendizaje de la ortografía o de la aritmética o de la lectura o de la escritura, sino solo motivarlo, entusiasmarlo y acompañarlo, tampoco un padre debe sustituirlo en los "otros aprendizajes" que tienen lugar en el colegio.


Una discusión entre compañeros a cuenta de un juego, un empujón en el patio a cuenta de un balón, un mal gesto de insolidaridad académica a cuenta de un trabajo de grupo... Ninguno es solucionable por guasap entre adultos.

Nos equivocamos dándoles las soluciones. Acertamos dándoles las herramientas. Nos equivocamos reemplazándolos en sus aprendizajes. Acertamos "pastoreando" (heideggerianamente) sus experiencias.

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