Desde
que soy padre recuerdo con frecuencia la historia de Altea: Cuando
nació su hijo Meleagro
las moiras vaticinaron que éste moriría apenas se consumiera el tizón que ardía
en el fuego de la casa.
En un
acto de instintiva y maternal protección, para torcer el malhadado destino de Meleagro, Altea apagó y
escondió el tizón. Sin
embargo, andado el tiempo, Meleagro mató a
dos de sus tíos en una extraña disputa familiar. Entonces,
la madre devolvió al fuego el tizón que años
antes había retirado, para que su hijo muriese a la vez que aquellas brasas se consumían. A continuación, sumida en el dolor y quizás también en la culpa, Altea se quitó la
vida. Según unos, murió ahogada. Según otros, con un puñal en las entrañas.
Gracias a Dios nosotros no somos Altea. No somos personajes salidos de ninguna tragedia griega. Pero nos equivocaríamos gravemente si pensáramos que el destino de nuestros hijos se nos escapa por completo de las manos. Si pensáramos que nada importante, aunque siempre infinitamente más limitado de lo que uno quisiera, podemos hacer por él.
Para los griegos el carácter de un hombre era su destino.
Quienes aceptamos, al menos en parte, esta premisa, sabemos que la educación es
el valiosísimo "tizón” que, respecto a los hijos y a su destino, tenemos
en nuestras manos.
Es
decir, la educación -entendida no solo como instrucción académica, sino como
atención integral a la poliédrica realidad personal del niño, para que éste
llegue a la mejor versión posible de sí mismo- es una de las más decisivas y
menos efímeras maneras de incidir en el destino de los hijos.
Por
ejemplo, en nuestras manos de padres tenemos el "tizón" de
procurarles una educación que les ayude a crecer más en autonomía y en
asertividad que en dependencia y en inseguridad, más en creatividad y en
tenacidad que en rutina y en inconstancia.
Todavía
en estos cursos iniciales de Primaria, lo académico no suele ser la raíz del
problema, sino más bien el síntoma de un irregular desarrollo, de un desparejo
crecimiento, de alguna de estas básicas y muy fundamentales actitudes del niño:
autonomía versus
dependencia, asertividad versus
inseguridad, creatividad versus rutina,
tenacidad versus
inconstancia...
En ocasiones uno observa una incomprensible falta de fe en el enorme
valor de la educación, es decir, en su incalculable capacidad de influir -al
modo en que los griegos lo entendían- en el incipiente "carácter" de
los alumnos, carácter que, según y cómo se conciba, será "parte"
relevante de su destino, la sombra (de uno mismo) de la que nunca se puede escapar.
Este
inmenso valor que tiene la educación es palmario en los padres, en la familia
más próxima, en los demás ámbitos en donde residen las personas afectivamente
más relevantes para el niño. Ahí está el empiece del "carácter", el
arranque del "destino".
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