miércoles, 21 de enero de 2015

Mi hijo ya no lee tanto como antes. El problema de la lectura (y 1)


¿Cuántos libros lleva leídos mi hijo hasta ahora? ¿Más o menos que el curso pasado por estas fechas? ¿Cuántos han sido en español y cuántos en inglés? ¿Entregó la ficha de lectura de todos? ¿Y sus compañeros? ¿Cuál es la media de los otros niños de su grupo? Ahora lo tengo que obligar a leer más que antes. Por las tardes le cuesta ponerse. No sé si es que llega a casa más cansado o que las "maquinitas" lo tientan más.




Solo consigo que lea por la noche en la cama. Y si lo dejo solo, para que lea en silencio, enseguida se queda dormido. Además, cuando se pone (a la fuerza, porque de él no sale) a escribir las fichas de lectura observo que no siempre se acuerda de lo más importante de la historia, solo de lo leído en los últimos días. Me doy cuenta de que leyendo se aburre o se cansa pronto, aunque él haya elegido el libro y este trate de un tema que a él le interese.


 Sinceramente, prefiere ponerse a jugar con la tablet o con la wii o a ver la tele... No sé muy bien qué actitud tomar, porque, claro, tampoco lo quiero obligar, no vaya a terminar aborreciendo la lectura del todo.

***

El principal problema de la lectura no es empezar sino continuar, y no es "leer" sino comprender. El de la lectura, más que nada, es un problema de calidades, no de cantidades.

El alumno suele romper a leer en el primer curso de Primaria, algunos antes, al final de la Etapa de Infantil, de manera que lo común es que en el segundo y en el tercer curso de Primaria su lectura suela ir ganando en fluidez.
 


Al menos cinco o seis años de la vida de un niño de ocho o nueve, fueron escolarmente invertidos, de modo predominante, en que este aprendiera a leer, lo cual evidencia que la lectura es un aprendizaje que requiere bastante empeño, no solo del alumno sino también de sus padres y de sus educadores.


El ser humano no nace con un cerebro programado, pero sí programable, para la lectura. La morfología del cerebro de un niño lector es distinta de la de uno no alfabetizado.



El que un alumno rompa a leer, al filo de los cinco o seis o siete años, es la colosal consecuencia del rediseño que se produce en su cerebro cuando este es oportunamente estimulado en la escuela y en la familia por los específicos programas de iniciación a la lectura, en los cuales al alumno insistentemente se le pone en el brete de aprender un conjunto de destrezas de tipo cognitivo, fonético, psicomotriz…


Gracias a la reiterada práctica de tales destrezas, el cerebro del alumno llegará a modificar su morfología, esto es, llegará a integrar sistemas neuronales distintos, que antes eran más o menos ajenos unos de otros en su funcionamiento, en otro sistema de mayor complejidad con el que el niño no contaba al nacer.

Se da la paradoja de que, en adelante, de este nuevo sistema, aun siendo una consecuencia del propio aprendizaje en curso, dependerá el porvenir lector del alumno.


Gracias a esta "maleabilidad" del cerebro humano, la educación es posible, y dentro de ella también lo es una habilidad intelectualmente tan capacitante para la vida como es la lectura.



Sin duda, aprender a leer es un hito, incluso, un rito académico de iniciación, en el proceso formativo de un alumno. De hecho, cuando la alfabetización, entorno a los siete u ocho años, parece ya razonablemente conseguida, sin que se produjeran grandes tropiezos ni patológicas disfunciones, los padres y los profesores parecemos respirar tranquilos. ¡Objetivo conseguido!



El resto, que es progresar en el desarrollo de la competencia lectora hasta conseguir la destreza necesaria para su buen -desenvolvimiento como alumno en la escuela y como “persona en proyecto” en el resto de las circunstancias de su vida- se suele creer que es cuestión solo de tiempo y de práctica.


Pero, claro, se suceden los cursos y llega el momento -hacia la mitad de la Primaria- en el que la lectura aparentemente, solo aparentemente, pierde parte de su enorme notoriedad escolar.


En realidad, lo que sucede es que la lectura ya no es, como antes había sido, un fin en sí mismo a cuyo logro converge gran parte de todos los esfuerzos escolares, sino un medio formidable para el ágil avance académico del alumno; sus "alas" para remontar el vuelo del saber, no solo de Lengua, que es el área a la que nativamente la lectura estuvo incardinada, sino también del resto de las áreas.


Simplificando la complejidad del proceso, hasta el extremo casi de la caricatura, el niño primero ha de saber que este “garabato” es una letra; segundo, que esta letra tiene un nombre y un sonido;


tercero, que esta letra puede asociarse a otras formando sílabas y palabras que él ha de ser capaz de pronunciar; cuarto, que las palabras son el nombre de las cosas y que también pueden asociarse entre sí hasta formar unos enunciados que informan al lector de algo, esto es, tienen un significado más o menos complejo, más o menos abstracto... que ¡hay que entender!



Y esto es lo más difícil.  Lo más costoso de este aprendizaje no es tanto “leer", cuanto "comprender" lo leído; no tanto la "descodificación" de las partes del texto, es decir, su acceso léxico y subléxico, cuanto la aprehensión del significado global de este, es decir, su acceso semántico y sintáctico.


Puede -suele- suceder que en el momento en el que la lectura empieza a dejar de ser esa estratégica prioridad y empieza a convertirse en valiosísimo medio para introducirse en el aprendizaje de otras materias... el complejo y arduo aprendizaje todavía no haya culminado del todo, que no esté suficientemente asentado en el último de sus estadios, en aquel en el que se asegura que la lectura sea crecientemente comprensiva y no solo rutinariamente mecánica.



Cuando un alumno entre P3 y P6 lee en su pupitre el enunciado de una actividad, da igual de qué materia, y a continuación se acerca a la mesa del profesor a preguntar qué es lo que tiene que hacer...


Cuando un alumno entre P3 y P6 lee un texto de corta o mediana extensión y a continuación no sabe responder correctamente las preguntas que se le hacen sobre su contenido ni sobre las conclusiones que de este se deducen...



Cuando un alumno entre P3 y P6 ha llegado a la conclusión práctica de que estudiar es más memorizar que comprender…



Cuando un alumno entre P3 y P6 lee en casa un libro y luego tiene dificultad para escribir una ficha en la que dé cuenta de la trama y de los personajes del relato y para hacer inferencias a partir de lo leído de lo que no está escrito pero podría haber sido...


En definitiva, cuando un alumno entre P3 y P6 ha leído y lo leído no "está" de una manera inteligente en su cabeza, cuando no lo ha hecho suyo, cuando no lo sabe decir si no es reproduciendo la literalidad del texto…



... Cuando algo de todo lo anterior sucede, cabe sospechar que el proceso de aprendizaje de la lectura ha hecho crisis por su flanco más delicado, que es el de la comprensión, sin la cual, dicho a las claras, leer obviamente no es "leer".


En los últimos años, en los ambientes educativos de muchos de los países más avanzados, la lectura comprensiva se ha vuelto una cuestión de máxima preocupación.

No en vano, las tan traídas y llevadas pruebas PISA, por la parte de lengua, no tienden a diagnosticar cuánto de gramática saben los alumnos, sino cuánta es su comprensión lectora y cuánta la calidad de su expresión escrita, cuánta su capacidad de razonamiento lógico verbal.

Porque puede darse la paradoja de que un alumno tenga mucha “cultura gramatical” de una lengua y que, sin embargo, su nivel de comprensión lectora y de  expresión escrita sea deficiente.


 ¿Qué ocurre? ¿Por qué, según parece, el proceso de aprendizaje de la lectura, hoy más que antes, no siempre termina de asentarse sólidamente en sus últimos estadios, en esos que, se apuntó antes, garantizan que leer sea efectivamente “leer”, esto es, comprender lo que se ha leído, hasta el punto de que el lector lo hace inteligentemente suyo?

Próxima entrega

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