domingo, 27 de septiembre de 2015

¿"Ceguera" de los padres con los hijos? Yo soy yo y mis hijos

En una tutoría, hace años, le dije a una madre que su hija sacaba buenas calificaciones sin apenas esforzarse. Al principio, la madre se puso muy contenta. Una vez más un tutor reconocía la inteligencia de su hija. Luego, cuando le pedí que me indicara situaciones de la vida doméstica y extraescolar en las que su hija mostraba afán de superación y capacidad de esfuerzo, me respondió que la niña era tan "dejada" y tan "distraída" como su padre...



Pasado un tiempo, la madre regresó a mi despacho. Estaba visiblemente enojada por las últimas calificaciones recibidas. No había ningún sobresaliente; solo notables. Me espetó con tono agrio que su hija siempre había sido una alumna de nueve y de diez. Recuerdo que le pregunté qué era más importante para ella, que su hija con nueve años se acostumbrara a conseguir notas excelentes teniendo que esforzarse o con la sensación de que lo “más y mejor” le resultara siempre “fácil y gratis”.

Probablemente no me supe explicar. Como si la mesa del despacho fuese una "trinchera", en adelante la madre siempre estuvo de parte de su hija y en contra de mí.  Al cabo de los años, esta alumna y yo nos volvimos a encontrar. Ella ya no era una niña, sino una adolescente en plena efervescencia. Eran cursos en los que el talento sin trabajo ya no surtía el engañoso efecto que antes. La que "gratis" había sido una alumna brillante, terminó coqueteando con la mediocridad y con el fracaso académico.

Pero, claro, convenza usted a una adolescente, sin habérselo enseñado desde niña, del valor del esfuerzo, del mérito de la superación, del afán por aspirar a la excelencia, del gusto por aprender... En Secundaria, a las tutorías solo venía el padre, aquel del que presuntamente la alumna había aprendido a ser tan "dejada" y "distraída".

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Los padres vivimos creídos de que somos las personas que mejor conocen a sus hijos. Y seguramente casi siempre sea así. Se conoce lo que se ama. Una mirada esencialmente promotora y comprometida, como la de los padres a sus hijos, no es una mirada ayuna de un hondo conocimiento de aquello en que nuestro mirar tanto se complace.

Sin embargo, el “ojo” de los  padres no es como el “ojo” de Dios, que lo ve todo -sea pasado, sea futuro- en un presente eterno. Muy al contrario, la visión que los padres tenemos de los hijos está -por lo general, sin nuestra advertencia- doblemente limitada:

Primero, por algo así como un "punto ciego" o "ángulo muerto", el cual nos dificulta que dispongamos de una visión sinóptica, como la del "ojo" de Dios, de los hijos.

Segundo, por algo así como una "ceguera" al cambio, la cual nos entorpece que estemos al tanto de los "tránsitos vitales" de nuestros hijos cuando estos todavía son incipientes síntomas de venideras crisis de madurez.

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Fue en el siglo XVII Edme Mariotte el primero en sospechar que en la retina hay una parte que carece de fotorreceptores; que nuestra visión binocular no cubre completamente la escena óptica porque en cada ojo hay un punto ciego; y que el campo visual, aunque nos parezca continuo, de veras no lo es.

Después los neurólogos han explicado que si la mayoría de los seres humanos viven sin darse cuenta de esta limitación es porque el cerebro tiende a "rellenar" ese vacío con todo lo que lo rodea.

Más aún. En la visión habitualmente hay bastante de "suposición" y de "memoria". El cerebro no procesa la ingente cantidad de fotones que inundan los ojos. Solo cuando la atención es interpelada, el cerebro se esfuerza en procesar el resto de la información. Mientras esto no ocurre, se conforma con testar que lo que está "ahí fuera" se corresponde -en manera suficiente- con los "mapas visuales" que "almacena".

El cerebro parte de la presunción de que "fuera" no se produjo ningún cambio respecto de la vez anterior y que, por tanto, lo de "fuera" coincide con lo de "dentro". Si algún cambio se produjo, el cerebro no hará por verlo hasta que no sienta la necesidad. La visión no es, por tanto, como una cámara de vídeo de última generación, que levanta "acta notarial" de lo que está "ahí fuera".

Por eso, cada vez que me siento en mi escritorio no compruebo fehacientemente si al pie del ordenador está el muñequito de Gargamel que mi hija me regaló. Solo ahora, al escribir de él, he comprobado que sigue allí. Podría no haber estado y, sin embargo, a mi parecerme lo contrario.

En consecuencia, nuestra visión, también es -de suyo- bastante "ciega" al cambio. Esto explica, por ejemplo, que la continua e imparable evolución física de nuestros hijos, a quienes vemos a diario, habitualmente nos pase desapercibida, y sólo caigamos en su cuenta cuando, al término del verano, sacamos el uniforme del colegio o cuando, al término del curso, sacamos sus bañadores. Es decir, cuando nuestra atención es especialmente interpelada.

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Más allá de la fisiología, esto que ocurre con la visión de las cosas, también pasa con la visión de los hijos. Nuestra mirada de padres tiene no poco de "suposición" y de "memoria". En ella no todo es siempre el resultado del íntegro procesamiento cerebral de cuanta (posible) información llega a nuestros ojos.

No es raro que los padres "rellenemos" los desapercibidos "huecos" de nuestra visión de los hijos con "suposiciones" engendradas en el "corazón" y en las "tripas".

La naturaleza de este "ángulo muerto" y de esta "ceguera" de los padres al ver a los hijos es compleja. Nada hay más humano que engañarse sobre las posibilidades de un hijo, dice la leyenda de la viñeta del encabezamiento. Para su análisis, pártase de que los hijos no "se tienen", sino "se son".

La imbricación entre padres e hijos es tan firme y tan inquebrantable que el verbo "tener" se queda corto para definirla y hay que echar mano del verbo "ser", del cual el verbo "tener" es su tramposo sucedáneo. Yo soy yo y mis hijos.

El verbo "ser" conjugado en primera persona -sobre todo en la primera del singular: "yo soy"- riñe y casi siempre está a la gresca con la "objetividad". Por eso, es tan difícil verse uno a sí mismo sin autolimitaciones y sin autoengaños. Y por eso también conviene tanto contrastar el propio punto de vista sobre uno con el de otra persona cuyo mirar nos parezca tan comprometido como libre, tan inteligente como empático.

Porque los hijos no se "tienen" -sino que, más que nada, "se son": Yo soy yo y mis hijos- es por lo que la misma, o muy parecida, dificultad que los padres experimentamos cuando tratamos de vernos "objetivamente", es la que también nos entorpece cuando queremos ver con "objetividad" a nuestros propios hijos.

Y por eso también es tan conveniente que los padres estemos dispuestos a contrastar nuestra "entrañable" visión de los hijos con la de otra persona, generalmente su educador, en cuyo mirar, como es de suponer, confiamos, pues, de lo contrario, no lo hubiéramos elegido (al optar por un determinado colegio y por un específico Ideario) "nuestro" educador. Y este "nuestro" alude no solo al hijo, sino a la familia, porque la convergencia en lo importante entre el "ideario" de la familia y el del colegio, es imprescindible.

Lo más probable es que a cuenta de ese "punto muerto", de esa "ceguera" y de la consiguiente tendencia de los padres a "rellenar" los "huecos" de nuestra visión de los hijos con lo que nuestro corazón "sueña" y nuestras tripas "siente"... lo más probable -digo- sea que a los padres se nos escapen algunas facetas de nuestros hijos que o bien son algún potencial talento o bien alguna incipiente limitación que, en uno y otro caso, hasta el momento o desconocíamos o habíamos sobreponderado o infraponderado.

Y lo más probable también es que se nos puedan escapar algunas de las consecuencias de nuestro habitual modo de ser y de actuar con nuestros hijos, principalmente en su crecimiento personal y en su proceso escolar de aprendizaje.

Desde que tengo consciencia recuerdo a mi madre decir que nada en la vida duele más que los hijos. Y lleva razón. Yo soy yo y mis hijos. Por eso, en tantas ocasiones un "elogio" de nuestros hijos -el reconocimiento de un talento, de una actitud, de un rasgo de su condición personal- nos satisface tanto.

Y por eso mismo una "crítica" de ellos -la indicación algún contratiempo en el aprendizaje escolar o de algún desajuste en el proceso de maduración- nos duele tanto. Esto hasta el extremo de que no es extraño que ocasionalmente podamos reaccionar a la "defensiva", echando mano de la negación o del enfado o de la incredulidad o de la fingida indiferencia o de algún "chivo expiatorio" o incluso de la desautorización de quien nos hace dichas advertencias y hasta el momento habíamos elegido como "nuestro" educador...

Los hijos son nuestro más valioso "negocio", nuestra más importante "empresa", nuestro más ambicioso "proyecto"... En suma, los hijos son aquello que justifican gran parte de lo demás que conforma nuestra vida. Por eso, sus sobresaltos, sus decaimientos, sus tropiezos, sus crisis... nos remueven, nos contrarían y nos afectan tanto, y aún más si los padres nos llegamos a sorprender siendo responsables de tales incidencias.

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El padre que esté libre de pecado, tire la primera piedra... En rigor, nadie arrojará piedra alguna. No obstante, a los padres siempre nos cabe el meritorio esfuerzo de ampliar nuestro campo de visión, de no dejarnos encajonar por ese "punto muerto" ni por esa "ceguera": Ni en la mirada que de nuestros hijos tenemos ni en la mirada que de nosotros mismos, en tanto padres, también tenemos.

Educativamente, cuanto más cabal es la "automirada" que uno como padre se dirige a sí mismo -es decir, cuanto menos "ciego" soy en la "autovisión" del modo en el que soy y me comporto con mis hijos y más certero resulto en el "autoanálisis" de la efectiva influencia que con mi manera de ser y de actuar ineludiblemente ejerzo en la incipiente personalidad de ellos- más cabal es la mirada que como padre uno les dirige a sus hijos.

Y más cabal significa que es una mirada más próxima a la (nunca alcanzable del todo) "objetividad" y menos aquejada de "huecos" y de "vacíos" (inconscientemente) "rellenos" de los dictámenes del "corazón" y de las "tripas".

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En lo fundamental de cuanto nuestros hijos empiezan a ser, la responsabilidad de los padres es incalculable, solo parcialmente compartible, y siempre indelegable. Los padres somos la primera “ventana” por la que nuestros hijos se asoman al "mundo". Encarnamos la primera versión de la “vida” a la que ellos acceden. Somos su primum analogatum. Representamos el primer término de comparación del que ellos disponen, desde bebés, para tomarle medidas a la “vida”.

Con arreglo a nosotros, a lo que de veras somos, es decir, con arreglo a nuestro carácter, a nuestra sensibilidad, a nuestra textura afectiva, a nuestra actitud ante lo otro y los otros, a nuestros principios, a nuestros valores, a nuestras creencias e increencias, a nuestro empeño de coherencia personal y de excelencia, a nuestro talante intelectual...

En fin, con arreglo a todo esto, nuestros hijos forjan muchas de sus actitudes más profundas y más determinantes, troquelan los continentes de su mundo emocional y afectivo, engranan bastantes de los mecanismos más nucleares de su personalidad, alzan la cota de sus primeras propensiones, fraguan su capacidad de superación y de esfuerzo, trazan las líneas de sus seguridades personales, tejen la urdimbre de sus deseos y aspiraciones, pintan los bocetos de sus horizontes de futuro...

Más allá del sustento material, es tanto en lo que los hijos dependen de sus padres, que adjunta al deber de la paternidad hay una suerte de imperativo ético consistente en poner paliativos a nuestra paternal "ceguera" en el doble sentido apuntado.

El padre que es capaz de verse a sí mismo sin "atajos", también será capaz de ver a sus hijos con más "objetividad" y por tanto de ayudarlo mejor aún en ese camino hacia la propia excelencia que es la vida. A fin de cuentas, de lo que se trata es de (¡intentar!) llegar a la mejor versión posible de sí mismo.


En otra ocasión, le pregunté a unos padres si les merecían la pena tantos sobresalientes de su hijo. El precio que este pagaba era altísimo. Siendo tan pequeño, tendría nueve años, su inconsciente aspiración era la perfección escolar. Cualquier otro resultado distinto de la máxima distinción era vivida por él como un vergonzante fracaso personal de difícil "digestión". El padre se limitó a contestarme que él de pequeño era así. Y que en la vida no le había ido nada mal. En el transcurso de la conversación también supe que su "lema de vida" era "ganar siempre". Entre otras, aquella lección ya la había aprendido su hijo. Igual que al padre, algún día Peter, el del principio de la propia incompetencia, quizás le haga una rotunda nota a pie de página.

3 comentarios:

  1. Buenas tardes Eduardo,

    tema interesante el de la ceguera de los padres respecto a nuestros hijos.
    Por nuestra parte si que entiendo debemos hacerles ver y entender, que la cultura del esfuerzo siempre tiene recompensa, esa SI!, nunca falla.

    En fin, suerte a todos/@s en esta tarea que es educar a nuestros hijos en la parte que nos toca.

    Saludos cordiales.

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  2. Muchas gracias, ¡ qué interesante artículo sobre la relación que tenemos con nuestros hijos y nuestro amor, que en muchas ocasiones," nos nubla la vista"!

    No se imagina cuánto me ha ayudado.

    Agradecida,

    Una Mamá más.

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  3. Buen artículo; muestra que aquello de "el amor es ciego" es ciertísimo. Siempre ha costado ver los defectos de los hijos, el problema es que ahora, si un docente los señala, muchos padres se ponen en pie de guerra.

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