viernes, 30 de octubre de 2015

A propósito de sus calificaciones, ¿cómo educar a mis hijos en la responsabilidad?

No conozco padre al que de verdad no le importen las notas escolares de sus hijos y que no se alegre de que éstas sean buenas o muy buenas. A los padres nos gustaría que nuestros hijos fueran siempre los más guapos, los más listos, los más buenos… Los malos resultados académicos nos generan desazón y preocupación, así como los buenos nos llenan de satisfacción y de tranquilidad. Por eso, los padres solemos estar dispuestos a ayudar a nuestros hijos a que obtengan las mejores notas. La clave está en acertar en las maneras…




El objetivo, máxime a ciertas edades, no son las calificaciones en sí mismas: ¡Mejor cuanto más brillantes! El objetivo -más bien- es la responsabilidad de nuestros hijos. ¡Que éstos cada vez se sientan más protagonistas y más responsables de sus estudios! Las calificaciones son indicadores no sólo de cuánto han aprendido, sino también del progresivo incremento de su responsabilidad personal. Así, pues, véase la marcha académica de nuestros hijos, en especial en determinados cursos del currículo, como síntoma elocuente de la adquisición, o no, del sentido de la propia responsabilidad.

Por eso, nos equivocamos los padres cuando sin querer nos hacemos "cómplices" de un éxito escolar de nuestros hijos que no es principalmente a costa de la creciente responsabilidad de ellos, sino de la nuestra; cuando nos echamos a nuestras espaldas "sus" estudios como si fueran "nuestros" estudios, como si los alumnos fuésemos de nuevo nosotros; cuando les evitamos o amortiguamos el esfuerzo porque nos da "pena" verlos trabajar "tanto" o nos "intranquilizan" sus mediocres resultados en comparación con los de otros compañeros.

Bien estaría esto -quizás, sólo quizás- si el día de mañana los padres pudiéramos también echarnos a las espaldas la carrera laboral de nuestros hijos: más aún, ¡sus biografías enteras! Pero...
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La experiencia me dice que la mayoría de los tropiezos académicos de los alumnos, sean en cursos inferiores o superiores, no se debe tanto a dificultades de "capacidad" cuanto a la falta de responsabilidad.
La experiencia también me dice que la mejor manera de subsanar esta deficiente responsabilidad de nuestros hijos no pasa por "hacer" nosotros lo que ellos no hacen.
Suplirlos en su irresponsabilidad -nosotros mismos o alguien a quien buscamos para que a su vez nos supla en tal suplencia- es pan para hoy y hambre para mañana... El camino -no siempre fácil de recorrer- es instarles a crecer en ese sentido de la propia responsabilidad, que "misteriosamente" no acaba de cuajar en ellos.

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Una de las lecciones más importantes que nuestros hijos deben aprender en casa y en el colegio es aquella que les enseña que sus actos por lo general tienen consecuencias, y que éstas mayormente son positivas o negativas para él y para los demás, y solo rara vez neutras.

Parafraseando a Protágoras, el niño no es la medida de todas las cosas... Obviamente, por eso, a un hijo no se le puede pedir, ni mucho menos, la responsabilidad de su vida. Sencillamente le desborda.

Pero sí se le puede -¡se le debe!- “parcelar” la vida en "territorios de responsabilidad" asumibles por él, empleando para ello una medida ajustada a las capacidades de su edad, aun a sabiendas de que, en esto de la responsabilidad, como en otras cosas de la vida, quien de niño se acostumbra a "lo poco" puede que de adulto tenga dificultad para aceptar "lo mucho".

Establecer estas “parcelas”, definir lo que se le va a exigir, hacérselo saber con tino pedagógico y establecer la pauta -siempre individualizable- con arreglo a la cual tales exigencias se le irán progresivamente aumentando, es fundamental para la acompasada maduración de su sentido de la responsabilidad.

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Cuando un conductor pisa a fondo el pedal del embrague, la fuerza que el motor genera, si al tiempo pisa el acelerador, no se transmite a las ruedas, y el vehículo se queda clavado en el sitio. Algo así, valga la comparación, le ocurre a un niño que vive -bien por arresponsabilidad, bien por irresponsabilidad- al margen de los efectos que su actuación produce.


No es bueno que un niño crezca indiscriminadamente “desembragado” –en casa y en el colegio- de las consecuencias de su conducta, en una suerte de "vida ficción" sostenida por adultos bienintencionados que a toda costa están dispuestos a ahorrarle aquellos perjuicios, tanto de su acción como de su inacción, que el niño estaría ya en disposición de asumir.


Y no es bueno porque así  este niño no se "moverá". No "avanzará". Igual que el coche desembragado, el niño "desembragado" tenderá a quedarse "quieto", a permanecer inmóvil en su inmadurez, en su infantilismo, independientemente de cuál sea su potencial de crecimiento.


El niño debe ser ¡sensatamente! confrontado a su conducta... Y no debe ser arbitrariamente privado de esa crucial lección que le enseña que no solo el comportamiento ajeno (la “culpa” siempre es de otro), sino también el propio, tiene consecuencias.


Saber esto es saberse con libertad y, por tanto, con responsabilidad, que son las dos caras de la misma moneda. Por supuesto, no se trata de “robar” a un niño su niñez en nombre de un atracón de una responsabilidad mal entendida.


He conocido ancianos a los que la vida -eran otros tiempos- los precipitó demasiado temprano a la adultez. A unos les fue bien; a otros, mal. Por eso, no es regla que en la asunción de la responsabilidad la máxima de “cuanto antes” y de “cuanto más” sea siempre la mejor.


Pero también he conocido a adultos -más de estos tiempos que de aquellos- a los que la "infancia" se les prolongó más allá de la adolescencia e incluso de la juventud, y que hoy son personas poco propensas a dar cuenta de sus actos y a asumir compromisos duraderos, especialmente en la adversidad. Por eso, tampoco es regla que en la asunción de la responsabilidad el “cuanto más tarde” y el “cuanto menos” sea siempre lo mejor.

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En cambio, de lo que sí se trata es de enseñar al niño que -en no poca medida, aunque no en toda la que uno quisiera- el hombre puede ser “novelista” de sí mismo. Es decir, el hombre es autopoiético: encontrándose en continua interacción con un entorno del cual no se puede sustraer, el hombre es capaz de "crearse" y de "recrearse" a sí mismo con tal de enraizarse más y más a la vida. “¡Vivir, vivir, vivir!”, era el grito de Prometeo cuando los dioses lo tuvieron prisionero en lo alto del prisco como castigo a su atrevimiento.

La vida para el hombre, la de cada persona, no está hecha. Cada individuo humano puede llegar a ser el producto de lo que éste en su vida haga con su "vida", en dialéctica siempre, por un lado, con sus “circunstancias” y, por el otro, con sus “utopías” y sus “principios”.

No obstante, esto no es siempre así. Esta humana capacidad de “crearse” y de “recrearse”, de poder uno llegar a ser el que y lo que quiere ser, no es un automatismo que dicte la genética. Más bien, al hombre hay que advertirle, ¡desde niño!, que en su diario quehacer tanto se puede "hacer" como "deshacer". La clave está en el manejo responsable de tan portentosa condición.

Para que la vida de nuestros hijos pueda ser un proyecto… Para que sus vidas no sea solo el azar que les ocurre... Para que, muy al contrario, la vida de nuestros hijos pueda ser lo que antes nosotros y luego -y definitivamente- ellos quieran que les ocurra...

… Para todo ello resulta muy conveniente que ¡a tiempo! hayan recibido esa crucial lección que enseña que la conducta propia, también la ajena, casi siempre tiene consecuencias y que la más importante de tales consecuencias es lo que uno va, ¡y acaba!, siendo en la vida con lo que con su vida hace. La lección que enseña que hacer nada o poco y mal o mediocremente, es hacer mucho.
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Ahora bien, ¿de qué sirve evaluar periódicamente a los alumnos? ¿Qué utilidad tiene para nosotros como padres recibir una periódica y detallada información escolar de nuestros hijos?

La respuesta obvia es que los boletines de evaluación nos informan de cuánto nuestros hijos están actualmente aprendiendo. Lo cual no es nada desdeñable. Pero, después de lo dicho arriba, no es difícil entender que esta periódica calificación de nuestros hijos también sirve –¡habría de hacerla servir!- para que los padres, ayudados por el colegio, eduquemos a nuestros hijos en algo tan valioso como es el sentido de la responsabilidad:


Esto es, dicha información sirve para que les hagamos comprender a nuestros hijos que sus actos -hoy, en el colegio; mañana, donde quiera que estén- surten unas determinadas consecuencias y otras, en cambio, no; para ayudarles a entender que su conducta incide -¡para bien y para mal!- en el curso cotidiano de su vida, ahora, en concreto, de la escolar.

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Cabe pensar que algo está fallando –desde casa y desde el colegio- cuando un alumno, a medida que los cursos avanzan, o no puede, o no quiere, establecer relación directa alguna entre su modo de "estar" en clase y sus calificaciones. Para ayudarle a trabar esta conexión, a los padres nos cabe dar tres batallas al menos.

Primero, la batalla del lenguaje que empleamos con ellos al hablar de sus responsabilidades escolares. En principio, las notas no son algo que el profesor “pone” al alumno, sino algo que nuestros hijos consiguen y merecen. El profesor “pone” lo que el alumno logra.

En casa es importante, al recibir un boletín de calificaciones, hacerle ver a nuestro hijo que sus notas son el producto de su esfuerzo, de su trabajo, de su dedicación, de su empeño, de su actitud... Y no la caprichosa decisión del profesor, que le tiene más o menos "aprecio", más o menos "manía".

La tentación de los padres, a no ser que nos andemos con cuidado, es decir “Mi hijo ha aprobado” y, en cambio, “A mi hijo lo han suspendido”. Flaco favor les hacemos los padres a nuestros hijos con esta forma de hablar, si de lo que se trata es de hacerles crecer en responsabilidad y no de reforzarle que la "culpa" de lo que les ocurre en sus vida es siempre de los otros.

Segundo, la batalla de la asunción de las consecuencias de los propios actos. Por lo general, es desaconsejable esa situación en la que la vida del niño, haga lo que haga, siempre es igual de “confortable” y de “gratificante”; esa situación en la que los padres estamos dispuestos a neutralizar ¡todas! las consecuencias negativas que su conducta ocasiona, de modo que al niño nunca le “duela” su irresponsabilidad.


Si la vida de una persona, según lo dicho antes, es un proyecto, escolarmente hablando, cada uno de los plazos o periodos en los que el curso escolar se divide, habría de ser una de esas "parcelas" en las que los padres le “dividimos” la vida a nuestros hijos para que entiendan que su comportamiento tiene unas consecuencias de las que ellos son responsables, más a medida que más edad tienen.


Tercero, la batalla de la vida extraescolar del niño. En educación casi nada es exacto... No obstante, suele pasar que el alumno tiende a querer comportarse en el pupitre como fuera del pupitre puede, suele y le dejan comportarse.


Un niño que fuera del colegio “vive” arresponsable o irresponsable, será costoso que dentro del colegio “viva” responsable. Si nuestros hijos en casa viven "desembragados" de los efectos de su conducta, no es fácil que en el colegio se muestren muy dispuestos a vivir "embragados", esto es, a aceptar responsabilidades de ningún tipo.

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